lunes, 9 de febrero de 2015

Mi última carta



Una vez soñé que te veía. Se lo atribuí a un mal sueño. Se lo deje al inconsciente. Si hubieras de ser real, lo serías, no un sueño. Lo pasé por arriba, como quien despierta y olvida. Y lo olvidé, pronto lo olvidé.  Pero, contrario a toda posibilidad estadística, te volví a soñar. Pero esta vez fue diferente. El sueño no era tan falto de coherencia. El sueño no era tan blur. Esta vez fue diferente. 

Era de noche. Las luces cálidas de la calle se entrecortaban con las hojas de los arboles.  Había una brisa fresca y suave. Te pedía que te fueras, pero en mi voz había una melodía que suplicaba que te quedes. Me mirabas. Sonreías. Era una parada de colectivos, recuerdo. Quizás me tenía que volver a casa y vos me acompañaste hasta ahí. Quizas. Era de noche, y no era seguro. Pero no te ibas a ir. No querías. Quizas. 

No te podía mirar a los ojos. Era innegable que, a esa altura, ya te amaba. Quizás. No podía decirlo, seguro. Mi intensidad siempre camina caminos más cortos, que mueren en mares de olas feroces. Yo no sé querer, sé solamente amar con locura. Eso sentía. 

Precipicio. 

Pero tu mirada era paz. Tu mirada era lago, la mía mar. Tu voz era brisa, la mía huracán. Eso sentía, aunque suene cursi, aunque suene a poesía barata. Eso sentía. 

Y era un sueño, lo sé. Pero desperté envuelto en tanto amor. No podía serlo. No existía posibilidad de que un sueño fuese tan real. Me negaba a pensar que era un sueño. Eras real. 
No nací con la virtud de la paciencia. No soy muy hábil para esperar. No soy muy flexible al fluir natural del universo. Tan falto de fé, me cuesta confíar en que haya un plan. Creo fervientemente en el destino, pero no sé dejarlo ser. ¿Qué es el destino sin tiempo? Un cuento. Una fantasía. Un sueño. Y, claro, eso eras. Un sueño. 

Dormí mil noches esperando volverte a soñar. Te escribí mil cartas. Te puse un nombre. Te di entidad en mi vida, aun sin cuerpo. Te necesite. Te extrañe. Te hablé. Te pedí. Te confesé. Te convertí en parte de mi camino. Te busqué en mil miradas. Te busque en mil bares. Te vi en miles de películas de amor. Y, poco  a poco, fui perdiendo Fé. Pinchado, derramé lentamente mi Fé sobre la alfombra. No eras real. 
Esta es mi última carta:

E,
Hola. Te vuelvo a escribir, perdiendo la cuenta ya de cuántas cartas te escribí en estos dos años. Te vuelvo a escribir para despedirte (no despedirme, despedirte) y lo hago con un profundo dolor. Un dolor devenido en vacío. Un dolor que implosiona hacia adentro. Un dolor tan irreal, tan absurdo, pero que duele y hiere. Pero, debo despedirte. Porque desde el día en que te soñé no hago más que soñar. Sueño para encontrarte. Sueño buscándote. Sueño soñando un sueño que ya no es sueño. Te agradezco la fantasía vivida. El color pastel de un vida romántica continua. Pero, ¿Sabés qué? De tanto soñar, me olvidé que el mundo es para los despiertos. Para los que se animan a soñar con los pies en la tierra. La Fé es obsoleta sin acción. Y quizás haya  un plan para mi, un destino. Pero no va a venir hacia mi, si no camino hacia él. Me duele en el alma saber que nunca voy a ver esa sonrisa otra vez. Me duele saber que nunca me van a mirar como me mirabas en ese sueño tan real. Pero quizás, eso sea bueno. El amor perfecto no existe. Existen seres perfectos que aman. El amor por si solo no tiene un punto de perfección, porque el amor signa nuestra propia perfección. Atribuirle un valor máximo a algo inconmensurable es solo una manera de distraernos de lo esencial. Y me distraje bastante ya. Hoy necesito mirar al espejo y ver en esa mirada propia el amor de tu mirada. Por mi. Por vos. 

Y quizás. Ese día. El día en que me mire como sé vos me miraste. Quizas, ese día, recién ese día, nos volvamos a encontrar. 

Te amo con la fuerza de mi corazón, que es mucha. Lo suficiente como para huir de nuestra fantasía en busca de nuestra realidad.

Hasta que nos volvamos a ver.

M